El gesto 

León, Guanajuato

Literatura

El gesto

Por Ana Paulina Calvillo   26/07/20

«Sin embargo aunque sonriera al recordar esto para olvidar lo otro, lo otro hacía presencia y de paso hacía que papá se entristeciera y desde entonces no encontrara qué hacer con todo eso que sentía y por lo que había atravesado si no que quizá entristecerse y poco a poco ir guardando silencio.» — Bárbara Jacobs

No lo supimos entonces, pero la duda estuvo presente desde siempre, desde antes, desde que la idea germinara como una semilla que cae por accidente en un hueco diminuto, «ya la verán crecer», y se va enraizando hasta lo más profundo. Han tenido que pasar muchos años para que, de nuevo, como empujado por esa pesadez de ensueño, aparezca papá. Solo que ya no estamos esperando su chiflido, ya no hay tazas de café en la cocina y las oraciones de mamá se han ido con ella. 

Ahora papá camina muy despacio, como detenido por el recuerdo, por una historia que creyó muerta o suficientemente antigua y que se ha ido agrandando en la medida que se achica la distancia. Ahí está de pie, en el jardín que antes sirviera de selva, de castillo o cementerio. 

A papá se le abren los ojos y se le quedan muy abiertos sin pestañear, como si el recuerdo los hubiera detenido en algún punto del pasado justo para ver un paisaje del que solo quedó la imagen borrosa que conserva la memoria; recuerdos que se agolpan, se enredan y se confunden con este que tiene delante: nuestra casa con techo de dos aguas al final del jardín. Lo que ahora está allí, delante, poco o nada tiene que ver con aquellos recuerdos que han venido llenándole la cabeza desde que se marchó. Quizá por eso se le abren los ojos de esa manera, porque ese día tampoco encontró lo que antes fue, ni las voces, ni las risas, ni a sus niñas trepadas en la enredadera que saltábamos a sus hombros cuando se paseaba cerca. 

Ese día mamá gritaba «¿cómo pudiste?» y papá sumido en el sofá frente a ella, acomodándose el bigote entre el pulgar y el índice, «sí fue así, pero no como parece». Nosotras escuchábamos en la cocina, temblando, sin poder salir, sin querer quedarnos, sabiendo que no era posible desaparecer aunque chocáramos los anillos. Vimos volar un pedazo de cartón, una foto, una postal que era parte del reclamo. Pero papá había dejado de escuchar, sus ojos se posaban sobre el papel y releían cada una de las líneas hasta llegar al destinatario. Se sentía feliz de ver su nombre escrito allí, detrás de las floridas fachadas de una callecita capturada en Taxco.

Fue a la cocina y entró sin vernos, quizá ya invisibles; preparó un café en silencio con la cabeza gacha, después se quedó un momento meneando la cuchara dentro de la taza. Tomó la botella y vació un chorrito de ron en el líquido humeante. «¿Pensaste en el divorcio?», llegó la voz nasal y cadenciosa de mamá desde la sala. Entonces aparecimos ante sus ojos, detrás del humo y de su taza. Se quedó inmóvil un momento, quizá un segundo o fracciones de segundo, como si buscara en la memoria un nombre que asociar a cada rostro. Entonces hizo el gesto, ese que era solo para nosotras y que siempre nos había hecho reír, los ojos viscos, la boca chueca... Una de nosotras apretó la mano de la otra y las dos reímos; una de nosotras mojó los calzones, solo un poco, unas gotas por la risa o por el susto. 

Esa noche mamá estuvo sentada de nuevo frente al espejo, esperando. Lo había hecho tantas veces, que ya no recordaba cuándo había comenzado. Destejió la trenza y cepilló el cabello hasta las puntas que reposaban sobre su muslo. Retiró los hilos dorados del cepillo de cerdas naturales que había sido de su abuela, tal como lo hizo ayer, o el año pasado, o como siempre, pues hacía tanto tiempo que cepillaba sin mirarse, que era capaz de presentir las formas y a la vez imaginar que era otra y no ella. Pero esa noche de tregua, aprendió a no esperar de veras nada, pues papá no estaba ya en el estudio ni en la sala, no había salido de viaje. Esa noche él no regresaría. Solo los ruidos que llegaban de la habitación contigua irrumpieron aquel silencio incómodo, sin fondo, que a mamá le parecía que jalaba hacia abajo, hacia un vacío infinito, impreciso y distante, donde el cuerpo iba perdiendo el peso específico y flotaba como pluma en la ingravidez. Este pensamiento la hizo sonreír y cuando subió la mirada para encontrar el gesto en el espejo, ya había desaparecido y ahora se miraba como las pocas veces que lo hacía por casualidad o por descuido, los ojos en la imagen, sin detenerse ni un instante en ningún rasgo, buscando percibir a otra en el reflejo sin lograrlo. Mamá de los dos lados, el ojo en el ojo, el labio en el labio, el pecho en el pecho. 

Del otro lado de la puerta nosotras, que tratábamos de no hacer ruido mientras llenábamos las maletas. «Una manta por si Taxco es frío», la más grande, «y los trajes de baño por si hay alberca»; los huaraches, los vestidos, un sombrero y la muñeca. Esa noche alguna de nosotras soñó con papá, en susurro, escondidos de todos, pero más de mamá, debíamos decidir cómo cambiar los boletos de autobús. Papá, sorprendido y casi divertido, como si estuviéramos a punto de hacer una travesura, preguntaba «¿por qué a las siete?».

Al día siguiente mamá, con la trenza nuevamente bien sujeta a la cabeza, guardó todo en su lugar, la manta y los huaraches, la ropa y la muñeca. Desde entonces fue y vino, de la sala a la cocina y al jardín sin saber qué decir, porque no había nada que pensara que no se le subiera al rostro que se hacía presente con la sensación de fiebre en las mejillas. Una vez al año, durante los años de mamá, papá, que nunca llegó hasta la puerta, silbaba desde la esquina dejando escapar un sonido agudo que se metía en todas las rendijas de la casa y la más pequeña de nosotras jalaba una silla para correr el cerrojo sin dejar de decir, «llegó papá, llegó papá». Detrás salía mamá con una tacita de café que había servido en la cocina, temerosa. Mientras papá, de pie en la acera, saboreaba el traguito amargo, mamá iba de un lado para otro diciendo insultos en voz baja.

Los años de mamá terminaron antes de que papá dejara de venir, y la más grande de nosotras, que aún era joven, se hizo cargo. Entonces llenamos la casa de señales, señales para recordar y señales para no olvidar lo que íbamos construyendo sin papá y sin mamá, pero sí con una melancolía infinita como una semilla que cae por accidente en un hueco diminuto, «ya la verán crecer», y se va enraizando hasta lo más profundo. 

Los ojos de papá se nublan y se cierran un momento –quizá un segundo o fracciones de segundo que parecen toda una vida– y cuando los abre estamos allí, asomadas a la ventana, y cree descubrir una sonrisa bajo la mano que se levanta para saludarlo; esa sonrisa y esa mano son de la más grande de nosotras. Algo así como un suspiro o un sollozo se le atraganta en el pecho y el aire de la mañana no es suficiente para llenar los pulmones. Desde la ventana, la más grande de nosotras saluda a papá bajo el sol de la mañana que le ilumina el lado izquierdo, el pijama y la pantufla, pero su voz no llega a los oídos de papá y la más pequeña de nosotras que sí la escucha aparece en la otra ventana con su risa acostumbrada de gran promesa, de joven talento. 

Las dos manos se levantan entonces para saludar a papá que sigue parado en el mismo lugar. Pero, «¿qué le pasa al viejo?», la más grande. Y la más pequeña, «está viejo». Ambas reímos y la risa se disuelve con nuestras propias arrugas y las mismas canas.

Ana Paulina Calvillo (Ciudad de México, 1974). Impresora, tipógrafa y editora en tercera generación. Ha realizado proyectos de promoción cultural en la ciudad de Guanajuato donde radica desde 1996. Es directora editorial de Los Otros Libros y, en el área docente, imparte clases a nivel secundaria.

 

Este texto se publicó originalmente en la Revista Cultural Alternativas 119: bit.ly/Alternativas119


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