Espectrogenia 

León, Guanajuato

Cine y Escénicas

Espectrogenia

Por José Orozco   06/02/20

Al interior del vientre de la Tierra está por ocurrir una transformación. Desde el plano superior, un heraldo se interna en las penumbras con la dádiva de la luz. Ojos expectantes buscan en las sombras la sugerencia de una danza espectral. El mundo está por comenzar. Un ciervo los saluda con gracia, los bisontes pastan, una leona los acecha. Se agazapa entre la hierba, la presa no se inmuta. La leona salta, el tiempo se dilata, las fauces lentamente van abriéndose hasta dar el golpe final. La luz se va, y otra vez sólo quedan fantasmas en las palpitantes y cada vez más débiles figuras que se desvanecen en la oscuridad.

El cine nació en Francia, ciertamente, pero no en 1895 gracias a los hermanos Lumière y su invento, el cinematógrafo, como comúnmente se piensa. No. El cine nació 32 mil años atrás en la cueva de Chauvet.

Al interior de esta caverna yacen, en un estado de conservación extraordinario, algunos de los ejemplos más finos del arte rupestre, tanto así, que se le ha colgado el mote de la Capilla Sixtina del Paleolítico. Y no es sólo la calidad de la conservación de la pintura o el detalle naturalista del dibujo, muy lejos del desprestigio nacido de la soberbia moderna que se empeña en considerarlos primitivos; hay también indicios de un conocimiento técnico avanzado.

Los pigmentos no fueron aplicados directamente sobre la piedra al natural, ésta fue tallada premeditadamente para descartar el sedimento superficial propenso al desgaste que se habría llevado consigo la pintura como ha pasado en otros casos. El tratamiento previo le otorgó a los muros de la cueva una superficie propicia para recibir los pigmentos.

Más aún, existen algunos ejemplares con bajo relieves incorporados al trazo, que acentúan las líneas y permiten ocultarlas en perspectiva, ya sea al transitar la cueva o con juegos de luces como habría sido el caso de una antorcha. Hasta aquí, parece una exageración datar el cine en la Prehistoria, pero la cueva de Chauvet, entre otras, demuestran lo contrario.

Trazados en la cueva hay múltiples ejemplos de descomposición temporal: un venado haciendo lo que pareciera una reverencia, un rinoceronte asestando un golpe con su cuerno, leones emprendiendo una carrera, saltando, mordiendo. Esto es el nacimiento de una narrativa secuencial. Algunos trazos se representan uno al lado de otro como las viales ﷽﷽﷽﷽﷽ virlas en perspectiva, las viñetas de un cómic; otros ejemplos se presentan superpuestos, colapsando en una sola imagen el transcurrir del tiempo, la delicia de un futurista, pero el objetivo en ambos casos es el mismo: capturar una sucesión de instantes.

Marc Azéma, arqueólogo y cineasta francés, ha dedicado un gran esfuerzo en estudiar estos primeros intentos de narrar el tiempo natural. Su estudio de Chauvet y demás sitios en Francia y otros lugares, fue recopilado en un libro monumental llamado La Prehistoria del Cine (2011), y en él también hay trazos interesantes en cuanto a su interpretación del uso que se le pudo dar a estos mecanismos de creación de mundos, que bien eso es el cine, y también lo fueron estos sitios, muy probablemente de carácter ceremonial.  

Se caería en otra soberbia más de naturaleza lógico-onanista si a la luz de la razón sea lo que signifique eso quisiéramos privar de su aura mágica al cine como acontecimiento artístico. Así que a partir de este segundo momento, en esta breve reflexión, desterraremos la lectura técnica y gramatical de un lenguaje cinematográfico ya bien incorporado a nuestras vidas en el consumo y la propia producción de materiales audiovisuales, por una visión de sus resultados más cercana a lo poético y espiritual; de paso, también olvidémonos del orden cronológico y saltemos a ejemplos poderosos en cualquier momento donde el cine haya cuajado realidades.

Un filme crea mundos, crea portales, diluye la frontera de la vigilia y el sueño, reactualiza los fantasmas que deseamos e incluso los que no. Un filme es una máquina antro-bio-geomórfica, como Adrian Ivakhiv (2011) argumenta, en cuanto a la construcción de un tejido de realidades que tocan lo concreto-natural, lo sociocultural y lo mental o perceptual.

La máquina antro-bio-geomórfica de Ivakhiv tiene su origen en otro texto de Giorgio Agamben titulado The Open: Man and Animal (2004), en la que se hace referencia a la construcción de la cultura como una máquina antropogénica, es decir, que genera lo humano, que a lo largo del tiempo ha sido definido en contraste con lo natural y lo animal, siendo animal y natural, generando conflictos interesantes. La idea se expande en Ivakhiv con una descripción del humano de Heidegger como un ser que porta mundos y lenguaje.

A donde se asentara, la humanidad inventó dioses e historias, muchas para explicar la realidad sensible, los fenómenos y misterios de la naturaleza y también los de la vida; otras para imponer las formas de ésta u otra civilización, actual o ya desaparecida.

En este sentido se han sedimentado a través del tiempo profundo, como en los trazos de Chauvet, las intuiciones que fueron inventadas o descubiertas, enseñadas y aprendidas, olvidadas y recuperadas, para hoy narrar un devenir de nuestra idea del mundo, una estructura del pensamiento, un lenguaje.

Olvidadas y recuperadas, como tratar de capturar el movimiento en una gruta en lo que algún día habría de convertirse en Francia, donde alguna vez un tren llegó y su fantasma quedó preso de la luz en la película que hoy, en cualquier dispositivo, cualquiera puede ver llegar mil veces más en un presente que no pasa, un bucle digital que igual es infinito que nada. Nota: La Invención de Morel (Bioy Casares, 1940; novela).

Hoy es clara la espectralidad del tren de los Lumiére (1896), no obstante el mito va que la audiencia se apartó de la pantalla, ¿tan real fue la ilusión? El cine es geomórfico: produce espacialidad organizada, mundo-objeto. Cámara en mano, punto de vista: es uno quien transita. Nota: Enter the Void (Noé, 2009).

Transitando, uno se tropieza con el loco, el mago, con la emperatriz o el hierofante, con el ermitaño, con el diablo. El cine es biomórfico: produce seres, humanos o no, reales o fantásticos, que en la mecánica de la proyección se muestran con el signo más claro de la vida: la animación, el movimiento. Nota: Solaris (Tarkovski, 1971).

Y los seres nos seducen, nos llaman, nos engañan, nos enseñan, nos ayudan, incluso algunas veces nos matan. Hay que volver a Solaris, una entidad incomprensible materializa los recuerdos de la tripulación. O Arrival (Villeneuve, 2016), un lenguaje de otra especie reestructura la percepción y comprensión del tiempo. En la una son fantasmas del pasado, en la otra los fantasmas del futuro: el cine es pentadimensional. Nota: Interstellar (Nolan, 2014). También es antropomórfico, produce una estructura para el entendimiento de nosotros mismos y los otros, como humanos. Vemos, soñamos, decimos, hacemos.

A veces se nos olvida ver, otras tantas soñar. Para eso están las cuevas y los cines. Para inventar el mundo. Para portarlo, para entregarlo, para olvidarlo, y luego reencontrarlo. A veces roto, y hay que remediarlo; a veces irreparablemente roto, y habrá que trazar otros.

El cine es nuestra cueva de Chauvet, es un documento de la vida que creemos merecedora de permanecer. Mas son fantasmas, el tiempo es lujuriosamente entrópico y fuera del bucle todo decae, hay veces que decae incluso dentro del bucle mismo: fantasmas de ruinas, ruinas de fantasmas.

La Europa de rinocerontes y de leones ya no existe más, es un espíritu que habita el interior del vientre de la Tierra, esperando un ritual de invocación que se atrasó 300 siglos. El cine es un estrato temporal. Es espectromórfico: produce fantasmas y memorias, mundos reales que ya no son, mundos ficticios que hoy son obvios artificios, y fantasmas nuevos que ya envejecerán. Nota: Braid (Blow, 2008; videojuego).

Y pese a todo, nos seducen. Aún volvemos al ritual de una sala de cine, entregando nuestro tiempo corriente al presente sin final de una película. Mientras la vida se nos va, poco a poco, acercándonos también a nuestra propia espectralidad.

Pero el cine hoy es una magia que consuela: nos vuelve a suscitar. No hace falta vida para actuar, sólo luz como la antorcha que hace al ciervo saludar, al bisonte andar, a la leona saltar. Luz digital, código binario, y el fantasma es real. Rostros rejuvenecidos, cuerpos digitalizados, cuerpos sintetizados. Trazo y luz, y los ojos expectantes encuentran en la sombras la certeza de una danza de lo real. Holografía, representación de un objeto al que se le resta una dimensión para lograr su proyección en la dimensión inmediatamente inferior. Nota: El Universo en una Cáscara de Nuez (Hawking, 2001; divulgación científica). Fantasmas sobre el plano, más su temporalidad. Carecen de profundidad.   

La tecnología es la magia que tuvimos que materializar. En cada bolsillo una cámara, en cada cámara una mirada de momentos capturados en instantáneas o en videos: las cuevas que portamos, los fantasmas que extraemos desde nuestra realidad, proyectados en el plano, en la palma de la mano. Fantasmas familiares, fantasmas personales. Construimos nuestra propia espectralidad.

Cuando muramos, porque sólo tenemos la liberadora certeza de la inutilidad de la existencia, habrá bucles nuestros en las nubes, en un servidor, en un muro digital. El cine es un universo de fantasmas y hoy cada quien le suma espectros con un clic, y conscientemente o no, construimos los fantasmas que seremos cuando nos derrote el tiempo.

José Orozco. Servicios Educativos de la Coordinación de Artes Visuales (CAVI). 

Este texto se publicó originalmente en la Revista Cultural Alternativas 114


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