Cine horripilantemente bello 

León, Guanajuato

Cine y Escénicas

Cine horripilantemente bello

Por Juan Ramón V. Mora   28/02/19

Un ojo bien entrenado reconoce a la fealdad y a la belleza como dos puntas de la misma cuerda. Lo difícil del caso es que tratamos con términos primordiales, habitantes de una región donde el lenguaje se desmorona con facilidad de mazapán. Estas categorías estéticas, como el tiempo, son más bien experimentadas que comprendidas. La reacción física que nos produce una, es parecida a un sofocamiento, mientras que la otra nos produce algo como un griterío general de los tejidos.

La mayoría de nosotros, enfrentados con la putrefacción o la degeneración, preferimos voltear hacia otra parte. El sentido común nos dicta que es más sencillo extraer la piedra de lo sublime desde cosas luminosas y ordenadas —como las estrellas o las flores— que del bullir en las tripas de un perro muerto. Sin embargo, me parece que compartir emociones es uno de los motores del arte. Hay que admitir a la repulsión como una de las agitaciones principales del espíritu. Hay algunos maestros que logran extraer algo bello desde el centro mismo del horror. Alcanzar esta meta requiere de una alquimia sutil y rigurosa que no cualquiera practica con éxito.

En el cine sobran ejemplos notables de esta hechicería, pero quisiera hablar aquí de dos casos paradigmáticos. El primero es David Cronenberg, cineasta canadiense que nos ha brindado algunos de los momentos de horripilancia más bellos en el cine contemporáneo.

Cronenberg hizo carrera tocando fibras de horror violentísimo. Actualmente sigue explorando esta veta, aunque acompañado de una elegancia formal que ha ido depurando en el camino. Sus imágenes están llenas de engendros, locura y descomposición. Dejando de lado obras maestras tempranas como The Brood (1979), el ejemplo clásico de su sensibilidad para lo espeluznante llegó con el éxito de taquilla The Fly (1986).

En The Fly, un Jeff Goldblum en plenitud transmuta —merced a un accidente de laboratorio— en híbrido molecular parte mosca y parte humano. Los resultados poseen una fuerza lírica exponencial, bien envuelta en litros de baba y disgusto. Uno se pregunta, después de acompañar la minuciosa destrucción de una dignidad humana, cómo algo tan asqueroso puede despertar a la vez tanta compasión, melancolía, reconocimiento; cómo un cine tan calculado puede estar justificado por la contemplación de un cuerpo en desintegración.

El segundo ejemplo es Luis Buñuel. Impulsado por sus fuentes (el surrealismo más combativo, la tradición picaresca, Goya), este gran artista nos legó un cine de ferocidad incomparable. Desde Un Chien Andalou (1929) hasta Cet obscur objet du désir (1977), Buñuel exploró sin temor mutilaciones, deformidades y miserias —morales y de todo tipo—.

Es famoso el escándalo que despertó con Los Olvidados (1950). En este país, entonces como ahora, el teatro no es un espectáculo popular porque la simulación es el lubricante que nos hermana a todos: es más importante parecer que ser; mejor voltear la mirada que enfrentarnos a la violencia, la injusticia y el desdén por la vida humana que nos signan desde lejos. Buñuel atacaba como toro los asuntos más sutiles y creó una película en la que retrata con alta potencia imaginativa las realidades más crueles de nuestra sociedad. La escena final de esta película es de una brutalidad tan extrema que apenas si hace falta mencionar el desfile esperpéntico que serpentea por Viridiana o la celebérrima toma del ojo despanzurrado de su ópera prima.

Guiados por maestros así, no quedan pretextos para evadirnos.

 

Juan Ramón V. Mora (León, 1989): escritor, editor y crítico de cine. Ganó la categoría Cuento Corto de los Premios de Literatura León 2016 y fue coordinador editorial en la edición XXI del GIFF.


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