Hail, Caesar!: la teología de los Coen 

León, Guanajuato

Cine y Escénicas

Hail, Caesar!: la teología de los Coen

Por Juan Ramón Velázquez Mora   25/04/16

En su nueva película Hail, Caesar!, Joel y Ethan Coen presentan una visión profundamente escéptica del mundo de Hollywood, del cine, del estrellato y, en última instancia, de la existencia de Dios y la naturaleza de la realidad. Todo esto siendo fieles a ellos mismos y ejercitando una ironía calculada que convierte a esta pieza de reflexión metafísica en una comedia absurda que también se puede ver como puro entretenimiento.

 

Casi toda la carrera de Joel y Ethan Coen ha girado, en mi opinión, alrededor del problema de Dios. Han sabido encontrar distintos modos de abordar sus aristas, pero la pregunta permanece inagotable. Si Dios no existe, todo en el universo, el universo mismo, es producto del azar; su existencia implicaría que lo casual sea inconcebible. Para los creyentes, todos los hechos que hemos tenido el atrevimiento de considerar producto de nuestra voluntad son sólo el trazo de un plan divino que no alcanzamos a vislumbrar pero del que esta reseña forma parte. Para el que no cree, las lágrimas derramadas y el olor a carne quemada no son más que el continuo entrechocar de la materia que proviene de la nada y se dirige de nuevo hacia ella.

          El tema no es lo único que hay de repetición en Hail, Caesar! (Coen, 2016). Ya han tratado al Hollywood de la era clásica o utilizado un secuestro absurdo como pretexto de la trama, entre otras aliteraciones. Por alguna razón que no me explico esto no me parece un vicio o muestra de una falta de creatividad. Lo que veo es fidelidad.

          El abordaje del Hollywood clásico tiene mucha más amplitud en esta ocasión que en Barton Fink (Coen, 1991). Ahora reprodujeron hasta la manía el cine escapista que se practicaba en los años cincuenta. Con ayuda del siempre infalible Roger Deakins y un casting que se antoja perfecto, los Coen crearon piezas genéricas (péplum, musical, melodrama, western…) tan exactas que vuelven al modelo indistinguible de la parodia. La manera en que deciden mostrar estas piezas es extraña. Primero nos permiten la ilusión y luego nos la quitan, recordándonos que nosotros, como las figuras en la pantalla, estamos participando de un espejismo. La cámara se abre y nos revela los bordes de una pantalla, un personaje rompe su personaje o se nos muestra lo que sucede detrás de las cámaras.

          No es casual que eligieran una época en que los estudios eran casi omnipotentes. La trama demuestra el nivel de control que un estudio de cine tenía sobre las almas de los que atestiguaban sus productos y sobre las vidas enteras de sus empleados —en especial si tenían el infortunio de ser célebres. Eddie Mannix (interpretado por Josh Brolin)  es el protagonista de la película, un hombre fuerte en los ficticios Capitol Studios que tiene por misión arreglar cualquier fisura en la imagen pública de las estrellas propiedad de la compañía. Mannix domina su pedazo de Los Ángeles como un brazo poderoso, aunque en el interior esté lleno de inseguridades.

          Hay dos obsesiones de la época que se tocan con distinto grado de atención. La más detectable es la paranoia comunista. Ahora sabemos que los comunistas están equivocados, pero en 1951 aún no se contaba con esa ventaja temporal. Cuando Baird Whitlock (interpretado por George Clooney, la estrella principal del estudio) le expone a Eddie Mannix su recién adquirida creencia en los firmes dictados del marxismo, los Coen despejan con humor una observación necesaria. El materialismo dialéctico, con todo y su libro sagrado ('Kapital, with a K'), es tan improbable como Dios. El comunismo y la teología abrahámica comparten la curiosa creencia en que la historia está regida por leyes inmutables que los elegidos pueden ver y cuyo resultado deben acelerar. La otra obsesión es la bomba atómica. Una explosión nuclear es usada por un personaje como argumento para que Eddie Mannix acepte una generosa oferta de trabajo que le asegurará un futuro feliz a sus dos hijos.

          Otro tema que rodea esta película es el de la creación artística o la misteriosa relación entre compromiso y éxito, que los Coen ya exploraron con otro tono en Inside Llewyn Davis (Coen, 2013). Pero como un río que vacía su caudal en el océano, este tema tampoco puede desembocar en otra parte que no sea, de nuevo, el problema de Dios. Dios, si es que existe, es el artífice supremo; ha previsto cada arruga de nuestra piel, cada beso y cada guerra. Desde esta perspectiva, todo artista no es sino un sub creador ejerciendo la ilusión de agregar un nuevo número a la serie, cuando de hecho es informado por El Creador para incrementar la perfección de Su obra —así como el dueño del estudio le hace saber a Eddie Manix que su inapelable voluntad ha decidido transformar la imagen del cowboy Hobie Doyle (Alden Ehrenreich). Los pequeños dioses se multiplican en Hail, Caesar!. Esta multitud expone otro matiz del mismo problema: si Dios creó el universo, ¿quién creó a Dios? Su existencia supone dioses infinitos. Si nadie creó a Dios, ¿por qué no saltarse ese paso y asumir que nadie creó el universo?

          Tengo la impresión de que cada detalle en esta película está calculado para ser un símbolo. La primera toma es un crucifijo y la última se eleva hacia las alturas, donde un tanque de agua dice "Behold" antes de que el resplandor del sol nos deposite en el nombre de Joel y Ethan Coen. Éste es el demiurgo bicéfalo que controla el universo de Hail, Caesar! (también el título está calculado) extremando precauciones para que nada quede en manos de la fortuna. También siento que la obra de los Coen tiene como misión enfatizar el Misterio. Los agnósticos y los ateos siempre están más preocupados por Dios que los creyentes, a quienes —en su gran mayoría— les basta repetir lo que les han dicho sin pensarlo demasiado.

          En el cine, en esta película, se esconde la sospecha de que los espectadores bien podríamos ser personajes de una farsa dirigida por un director no muy habilidoso, dominado por un estudio preocupado por los intereses más banales, que a su vez está dominado por…, etc. Puede que seamos personas profesionales, tal como el abogado corrupto que interpreta Jonah Hill. Quisiera imaginar que, en otro set, una versión mía se casa con la inefable Scarlett Johansson.

 


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