Ardía la noche en Haití 

León, Guanajuato

Literatura

Ardía la noche en Haití

Por Juan Pablo Aranda    05/02/21

Han pasado trece años desde que abandoné a mi mujer y mis tres hijas. Ahora vivo en Cd. Juárez y divido mi tiempo entre limpiar parabrisas en los cruceros y habitar un cuarto donde además duermen dos viejos alcohólicos y un ciego. Cuando salgo a la calle percibo que la gente me mira con desprecio, no sólo por la manera en que me gano la vida, sino porque traigo tatuada en los brazos la palabra ‘asesino’. Y la realidad es que sí, soy un asesino.

Debajo de ese tatuaje se esconde otro: el nombre de Gaby Reynoso con una tinta oscura y profunda como mi ruina.

La primera vez que la vi caminaba con su novio, un tal Héctor o Néstor. Iban por Manuel de Austri rumbo a la Campeche vistiendo su uniforme verde de la General #5. En el largo descenso de la avenida noté que discutían hasta que, en la puerta de entrada al parque, Néstor —o Héctor— le escupió en la cara. Gaby Reynoso lo abofeteó y se echó a correr llorando. Aceleré el paso para alcanzarla, pero la perdí de vista cuando dio vuelta hacia Cuitzeo.


El lunes siguiente la esperé afuera de su secundaria.

Yo tenía veintinueve años y ella catorce. Su padre, que era más o menos de mi edad, no se opuso a la relación. Cómo iba oponerse si se le iban los días conduciendo un camión de la ruta Circunvalación hasta que un día en un asalto lo mataron. Gaby Reynoso y yo nos juntamos un 6 de marzo y Camila nació cuatro meses después. Al año y medio nacieron Gaby y Esthela. Su madre la odió y nunca le perdonó que no continuara la escuela.

Rentamos la casa ubicada en Yucatán 1117, casi esquina con Haití y junto a una propiedad abandonada. El señor Gerardo, un pensionado que llevaba viviendo siete años solo, amaneció asfixiado y sus hijos nos rentaron la vivienda por ochocientos pesos al mes. Yo ganaba el doble a la quincena hasta que me ascendieron a supervisor del turno nocturno.

Pasados dos años comencé a resentir los embates del trabajo de noche. Dormía alrededor de cinco horas diarias por las mañanas mientras Gaby se ausentaba con las niñas. Un jueves, alrededor de las cuatro y tantas de la madrugada, el brazo de un trabajador quedó atascado en una máquina y se lo tuvieron que amputar. La sangre salpicó mi cara y a partir de ese accidente comencé a inhalar cocaína para soportar las lentas horas del trabajo nocturno. Sin embargo, una noche me ganó la cobardía... Me aterrorizó el miedo de ver más brazos estallar y salí sin informar a nadie que ya no volvería.

Gaby Reynoso y yo nos separamos un 24 de octubre. Salí huyendo no sólo de casa, sino del barrio y de la ciudad. La sangre salpicó mi cara una vez más, pero en esa ocasión estaba mezclada con la mía. Cuando llegué a casa esa noche de la cobardía, la mujer abrazaba a un hombre cuyo rostro me recordó la furia que sentí cuando supe que Camila no era hija mía, sino del ‘Faisán’: el chofer de ruta asesinado a tiros en la unidad 59.

Con la determinación de quien vuelve a matar, le rompí el cráneo con un tubo de metal que conservaba junto a la puerta de entrada. El hombre, a quien reconocí como el Héctor o Néstor, cayó sobre el sillón que días atrás había comprado. Su sangre se mezcló con el vino y beige de la tapicería. Lo volví a golpear buscando aniquilarlo, hasta que Gaby Reynoso perforó mi cuello con la débil punta de un cuchillo de cocina. Reaccionando la lancé con el ímpetu de todo mi odio contra la pared y me escapé hacia el vacío de la calle Yucatán. Doblé la esquina hacia arriba para huir sintiendo en mi cuerpo el calor por como ardía la noche en Haití.
...

Hace poco robé un teléfono. Un conductor se descuidó dejando su vehículo un instante solo. Llevo días usándolo y he descubierto algo que se llama **mapas**. Me ha dado por volver a recorrer las calles de Chapalita, pero desde una pantalla. A veces bajo desde San Juan de los Lagos hasta Campeche por toda la Haití. En la esquina con Sonora aún sobrevive la propaganda de un tal Nacho Torres Landa. Casi todo sigue en la miseria. A través del plástico y del vidrio puedo sentir el olor a violencia.


Tenía tanto miedo de llegar a la Yucatán, pero ayer me decidí. Encontré el 1117 y está pintado de azul. Al lado aún sigue la casa abandonada y a pocos pasos, en la esquina, hay un bazar llamado “Bazar Moreno”.


Llegado a este punto, pensé que había sobrevivido sin derrumbarme lo suficiente cuando descubrí un escalofriante detalle. Bajando por Haití o saliendo por Yucatán desde la maldita casa, todo parece estar normal en la calle. Pero caminando de Yucatán hacia Haití, desde la esquina opuesta, me alcanzó el tiro de gracia: un agonizante sillón de colores vino y beige reposa sangrante junto a una enorme pila de basura.

 

 

Juan Pablo Aranda (León, 1980). Orgullosamente originario de la colorida colonia Piletas, es profesor en el Instituto Lux de León y en la Universidad de Guanajuato. Cuenta con una formación académica interdisciplinaria (Física/Historia de la ciencia). Siempre le ha apasionado la literatura y en sus ratos libres, si no lee, escribe. Tercer lugar de la concurso de cuento corto, organizado por la Casa de la Cultura Efrén Hernández.


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