De la pantalla a las páginas 

León, Guanajuato

Cine y Escénicas

De la pantalla a las páginas

Por Rodolfo Hurtado   12/10/20

Claro que este título no tiene el menor sentido y por ello mismo lo pongo. El título aceptable sería «de las páginas a la pantalla», aunque nadie se pregunte por qué eso sí es aceptable.

Pensar en el cine como una adaptación infinita de la literatura, del teatro, o incluso de otras películas (en un ciclo de reciclaje tan tenaz que sería la envidia de cualquier ecologista), parece algo perfectamente ordinario en nuestro triste mundo del consumo. A nadie le importa si esto ha sido o podría ser de otro modo.

Pero imaginemos esto: que a partir de mañana la literatura existiera con el solo propósito de transcribir fielmente lo acontecido en nuestras pantallas. El único deseo de calcar, mediante diálogos y descripciones, lo que ocurre en las series y películas de moda.

Estoy seguro que, entonces, el desagrado del público sería bastante más explícito: «¡La literatura no necesita del cine!» ―exclamarían con justa razón quienes saben todo lo que un libro puede ser. «¡Ella sola sabe de qué ocuparse y con cuánta ambición proceder!».

Pues con la misma vehemencia deberían airarse quienes saben todo lo que una película puede ser. Ni los libros están para ser «pre-películas» ni las películas para ser «post-libros». Cada forma artística ha surgido en el momento justo en que la humanidad requería de su invención, y cada una trajo consigo posibilidades únicas de relacionarse con la vida y de volverla poesía. A ello deben su permanencia.

Sería entonces un error pensar que, puesto que en términos históricos y tecnológicos el cinematógrafo es posterior a la pluma, el cine deba ser siempre posterior a la literatura. La cámara llegó, ni más ni menos, en el punto justo de la historia en que el hombre podía al fin preocuparse de su invención. Antes hubo que encender un fuego, cazar mamuts, probar todas las hierbas y vivir para contarlo. Pero el deseo de fijar el tiempo, de impedir que se esfumara, vivía ya dentro de sí.

Es esta la amarga impronta de la ciencia humana: la de una conquista gradual de la vida que, indómita, hiere, quema y corta, aunque también a veces acaricia, con suma y extraña delicadeza.

Solo cuando el ingenio humano garantizó calor, abrigo y alimento, pudo preocuparse de lo que realmente le interesaba, que era pintar sobre la roca, mirar el cielo y escribir poemas con todo lo que tenía a la mano: pigmentos vegetales y minerales primero, una cámara no mucho después.

En esta clase de reflexiones pesa siempre nuestra ilusión del progreso: la falacia de que somos mejores y más avanzados que los hombres y mujeres del pasado. Ciego progreso sería éste: sin rumbo e ignorante de su impagable deuda con la historia.

Cuando alguien dice «progreso», lo que realmente quiere decir es «progreso científico», que es cosa distinta y de la cual podemos decir un par de cosas: la primera, que es innegable su velocidad y que nos daña y ayuda a partes iguales, más de lo que sabemos reconocer. La segunda: que el ordenamiento de sus hallazgos, por ser parte de una cadena de descubrimientos, sigue una linealidad rígida y consecutiva que es la que nos da esta falsa impresión de que el progreso queda hacia adelante y hacia el futuro.

La historia de un progreso técnico del humano no es entonces, ni de lejos, equivalente a la historia de un progreso en «lo humano». Creer esta mentira ha sido el gran mal de nuestro tiempo: el paisaje habrá cambiado; el agua entubada, el automóvil y la Internet habrán suplido la vida en las cuevas, de acuerdo, pero «lo humano» perdura, inalterable a través de lo circunstancial. Y la más grande prueba de que un hombre del paleolítico, Sócrates, tú y yo somos contemporáneos, nos la da el arte: basta leer la Odisea de Homero para reconocer los atributos de hombres y mujeres con pesares y dichas, defectos y virtudes demasiado afines a los nuestros, en una obra que pronto cumplirá los tres milenios de existencia.

No pasa distinto con el cine, ese cine verdadero que es siempre un tajo vivo de vida: el hombre antiguo ya se dolía de lo efímero de su existencia en la Tierra. Se conmovía ya ante la fragilidad de su vida y de su cuerpo ante ese misterio absoluto de la naturaleza, que desde siempre se nos presenta cruel y apática. ¿Qué podía hacer para detener el tiempo, para frenar su propia muerte? En su desesperación y precariedad, muy poco. Excepto pintarlo, pintarse. ¡Pintar el tiempo!

Son los leones, bisontes y ciervos en las cuevas de Chauvet-Pont d’Arc y de Lascaux, con su cantidad imposible de patas y sus contornos múltiples y difusos. Y así como en la Odisea había ya ansia de literatura, en las cuevas oscuras, alumbradas pardamente por una antorcha, había ya ansias de cine, de esta necesidad por ponerle un alto al tiempo: fijarlo, revivirlo, revisarlo a voluntad pintado en la piedra. Conservarlo en una lata redonda y proyectarlo en un muro blanco.

La pintura parietal de nuestros antepasados del paleolítico excede los 40 mil años en todas las dataciones. Y desde entonces el hombre ya era el hombre. Y, por ello, sus pinturas nos son perfectamente comprensibles y conmovedoras.

¿Hacia dónde se dirigen el cine, la literatura y el resto de las artes en esta época tan propensa al vértigo y al vacío? Cómo saberlo. Pero estoy seguro de una cosa: no debemos ambicionar progreso para el arte si dicho «progreso» no será otra cosa que una costra: más sonido, más pantalla, más palomitas, más toboganes y butacas que salten y mojen, más 3D y 4D, y más cuadros por segundo.

Cuando a la tecnología se le pase este berrinche, recordará que el canto y la pintura han permanecido inalteradas por milenios, y que a un espíritu sencillo aún le gusta cantar y que a un niño aún le gusta dibujar. Y entonces sabrá que el verdadero progreso está en mirar, no ya al futuro, sino de nuevo al presente, para dejarse inundar por la existencia y tener algo que decir. Y después hacia el pasado: no para lamentarse o jactarnos de nuestros logros. Sino para agradecerle, enternecidos, a nuestro hermano de las cavernas.

Rodolfo Hurtado Álvarez (León, 1990). Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de La Salle Bajío. Actualmente se licencia como violinista en el Departamento de Música de la Universidad de Guanajuato, bajo la tutela de Maksim Smakeev. Dedica la mayor parte de su tiempo a la enseñanza de este instrumento, sin haber dejado nunca del todo la escritura. Sobre todo de los temas que más disfruta: música y cine.

 

Este texto se publicó originalmente en la Revista Cultural Alternativas 121: bit.ly/Alternativas121 


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