Apalabrar la imagen. El porqué del libro objeto en la historia del arte 

León, Guanajuato

Arte y Tendencias

Apalabrar la imagen. El porqué del libro objeto en la historia del arte

Por Rolando Ramos Reyes   12/10/20

¿Qué es lo que hace que una palabra sea una palabra? Algunos estudiosos puristas del lenguaje dirán que, en principio, una palabra surge como un acuerdo social para generar una relación entre un sonido codificado en signos y una imagen que se genera en nuestra mente. Quizá otros, más cercanos a un pensamiento poético y arcaico, opinen que la esencia del lenguaje humano está en el fondo intangible de aquello que se nombra.

Ya sea que las palabras provengan de un acuerdo entre nuestros antepasados, que las inventaron de manera aleatoria y con un fin práctico, o que sean el espejo de una visión develadora del espíritu, es indudable que, escrita o escuchada, una palabra bien encajada hace que en nuestra mente se abra esa posibilidad imaginativa en donde a más estrechez en su interpretación, menos subjetivo se vuelve el mensaje. 

Pero cuidado: el que algo que se dice tenga un carácter álgidamente denotado, no quiere decir que suponga una imagen única y universal en todos los seres humanos, eso solo nos indica que su interpretación no está en el lenguaje que nombra las cosas, sino en las posibilidades de la imagen que aparece en nuestra mente. Es por esto que desde tiempos inmemorables, la poesía y la ciencia no están en disputa en cuanto a su origen ni en sus fines, la disyuntiva es en los diferentes planos desde donde se establecen sus verdades.

A fin de cuentas, toda palabra ya sea escrita o sonora va a provocar en quien la recibe una imagen. Eso lo he sabido desde siempre, pero no entendía las implicaciones que esto tiene hasta que un día, por azares del destino, tuve en mis manos un libro de artista que la francesa Sophie Calle (1953) publicó a manera de catálogo viviente sobre un proyecto fotográfico que realizó partiendo de preguntar a personas ciegas de nacimiento cuál era la imagen más bella que conocían. Recuerdo la respuesta de un hombre de unos treinta y tantos años: “Lo más hermoso que he visto es el mar, el mar hasta perderse de vista”[1].

En el libro, después de la cita aparece una foto en blanco y negro del rostro del entrevistado y en la página siguiente, una fotografía echa por la artista a manera de interpretación de ese mar inconmensurable y misterioso que vive en la mente de alguien que nunca ha visto ni verá el mar, pero que lo imagina. Calle, como la gran artista visual de lo recóndito que es, primero coloca las palabras, luego el rostro de aquel que le otorga un sentido único a la cita, y por último la imagen a todo color de un mar que hace que ese rostro grisáceo y desencajado se vuelva la inmensidad misma. Ese día supe que el primer libro de la historia no pudo haber sido un puñado de papeles impresos y desvencijado por los siglos, ni siquiera una piedra grabada con dibujos que ahora son un criptograma para nosotros. El primer libro de la historia fue el cuerpo humano. La primera palabra del mundo fue una imagen en la memoria, solo que esta palabra primitiva tuvo que convertirse en sonido para ser expresada y no solo pensada. 

La primera palabra que el mundo vio fuera del imaginario de la mente, nació en un parto de sonidos guturales desde una garganta que no sabía vocalizar. El tiempo nos hizo seres complejos, ávidos usuarios de nuestro aparato fonador. La primera palabra  íntima, intransferible y fugazfue una imagen. Me lo dijo un ciego en unas fotos de Sophie Calle.

Mucho tiempo después de esas primeras palabras interiores llegaron los libros impresos, que como extensiones físicas del ser humano sitiaron el decir en una estrategia lineal. Para nosotros los occidentales ese cerco fue de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo, esto quizá como un acuerdo práctico o quizá emulando la forma en que nos vemos como espíritu; esto, estoy seguro, jamás lo sabremos.

He dedicado una buena parte de mi vida a pensar en la poesía de carácter visual: los griegos de periodo arcaico ya practicaban una especie de caligramas rudimentarios. Durante el Renacimiento, poemas que tomaban la forma de lo narrado sirvieron, en muchas ocasiones, para empezar a contar una historia. Cuando el romanticismo se interiorizó tanto que se volvió intelectual, la poesía visual sirvió para expresar el absoluto, y poco tiempo después, durante las vanguardias artísticas, la poesía reventó del espacio bidimensional. 

Menciono esto para mostrar cómo ese ser apalabrado y complejo en que nos convertimos, empezó a utilizar a la poesía como una plataforma para captar esas imágenes cada vez más enredadas y articuladas que asoman en nuestra mente. Cuando las preocupaciones de la filosofía del lenguaje alcanzaron a algunos artistas visuales, el libro, como una plataforma que sirve, entre otras cosas, para sostener y organizar discursos, se convirtió en una herramienta esencial para un tipo de arte que pretendía otorgarle a la imagen un carácter objetivo, o al menos certero. Un pionero de este tipo de obras es el artista norteamericano Edward Ruscha (1937) con su libro Veintiséis estaciones de gasolina[2], autopublicado en 1962. En el libro, Ruscha nos muestra, con una especie de museografía lineal y traslapada, fotografías de gasolineras cuyo carácter organicista solo puede ser expresado dentro del formato de un libro. Las fotografías se leen, se convierten, todas juntas y de manera sumatoria, en una imagen-discurso en nuestra mente. Aquí, como en el ejemplo de la poesía experimental, el libro se vuelve un detonador, un estrado para un mensaje que no podría salir de su instancia primitiva y no comunicante por los medios sígnicos tradicionales. El libro como objeto no solo dice, es un lugar para decir.

Hoy en día, el libro objeto  o libro de artista como se le conoce comúnmente, se ha convertido en una base para la expresión artística que, si bien es posible que nunca llegue a ser tan usual como el lienzo, se ha convertido en un referente, en una nueva tradición. El libro, hoy en día, ha pasado de ser objeto escultórico a cuerpo en sí mismo. Después de lo dicho no me extraña que sea esto así, ya que, en nuestra naturaleza cambiante, hemos demostrado como especie que lo que queremos expresar siempre termina superando a los soportes que inventamos para ello.

Volviendo a Sophie Calle: uno de los entrevistados, un niño de alrededor de 8 años, expresó con firmeza: “El verde es hermoso. Porque cada vez que me gusta algo me dicen que es de color verde. La hierba, los árboles, las hojas, la naturaleza… todo el verde. Me gusta vestir de verde”[3]. Y pienso: quizá nos es esencial, desde siempre, ataviarnos de las imágenes que con palabras hemos forjado, y esa es y será nuestra originaria realidad.

 

Referencias.

[1] Calle, Sophie (2012). Los ciegos. Medellín, Colombia: Museo de Arte del Banco de la República de Colombia, p. 6.

[2] Ruscha, Edward (1962). Twentysix gasolina stations. California, Estados Unidos de América: Edward Ruscha.

[3] Idem, Calle, p. 18.

 

Este texto se publicó originalmente en la Revista Cultural Alternativas 121: bit.ly/Alternativas121 


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