Historia de un corazón ‘albiverde’ 

León, Guanajuato

Cultura, Identidad y Patrimonio

Historia de un corazón ‘albiverde’

Por Roberto Helios Nova Antognini   16/08/18

 

Cuando la gente sabe que el origen de determinada persona está fuera del territorio en el que habita suelen surgir interrogantes. Algunas van por la razón de que se hayan trasladado a otra tierra, otras acerca del esfuerzo que significó instalarse en el nuevo lugar y unas muy frecuentes, acerca de las diferencias culturales entre las diferentes regiones.

Hoy la globalización, la migración y el Internet redujeron estos contrastes, sin embargo, hace 50 años, cuando la ciudad era mucho más pequeña y la posibilidad de viajar era mucho menor, las costumbres de los ‘otros’ eran mucho más marcadas. Trataré de hacer ese viaje en mi memoria y llevarlos conmigo.

 Si me trato de enfocar en el aspecto que atañe a esta revista, es decir la cultura (hay que tener presente que al definir cultura no nos encontramos frente a la comparación de niveles o importancia, sino a todos aquellos elementos que conforman y definen a la sociedad de determinado lugar), supongo que de estas diferencias los aspectos más notorios serían: el lenguaje, la música (el arte en general) y la comida.

 Incluso dentro del español que se habla en el mundo hay diferencias en el uso de las palabras y en la pronunciación de las mismas. Mi padre era argentino por lo que al hablar se sentía el peculiar acento que se utiliza por aquellos lares y mi madre, italiana, migrante en dos etapas, había aprendido a hablar el castellano en Argentina, por lo que escucharla, sin el uso de la ‘J’, tratando de encontrar la palabra correcta y mezclando ocasionalmente una palabra en italiano con la sentencia en castellano mientras aplicaba el acento de Argentina, era simplemente delicioso.

 Con los años de vida en México, los acentos de ambos fueron cambiando, adaptándose a lo local pero sin perder sus tintes originales, lo que los convertía en una nueva especie en cada región, eran extranjeros en casi en todos lados, al grado de que cuándo papá visitaba su tierra natal, algunas personas terminaban por preguntarle de dónde era originario.

 Mis amigos aquí en León disfrutaban mucho de escucharlos y aún ahora, 40 o 50 años después, recuerdan con nostalgia esas tardes en casa, cuando de pronto mamá salía a la calle y nos llamaba a todos a tomar una pequeña merienda de leche caliente, charla y pan dulce para que pudiésemos continuar luego con nuestros juegos.

 En más de una ocasión, cuando conversaba en la escuela acerca de lo que habíamos comido el día anterior, yo me quedaba en ascuas, tratando de imaginar a qué se referían cuando mencionaban el chicharrón o el menudo, aunque sí había tenido aproximación a las carnitas, las enchiladas y el pozole. Y la cara de sorpresa de mis amigos cuando nos veían tomar mate, compartiendo todos la misma bombilla, no tenía desperdicio.

 Hubo más de un asado al que llegaron de invitados amigos de mis hermanos o propios, quienes buscaban infructuosamente la salsa picante o las tortillas en la mesa; en cambio, se encontraban con este aderezo de ajo y especias tan característico en el país sudamericano.

 Aún en la adolescencia ya avanzada, me mataba de risa el estilo que utilizaban para comerse un plato de tallarines y los regañaba cuando intentaban ponerle algo aparte de la mantequilla y el queso.    

   Sí, casi todo fue muy agradable, quizá sufría un poco (y sigo sufriendo) cuando al momento de las justas deportivas, mis pares se inclinaban por el equipo que fuera que se enfrentaba al de Argentina, pero de ahí en adelante, creo que todo fue un aprendizaje divertido y muy enriquecedor.

 Crecí escuchando tangos, folklore sudamericano y baladas italianas; para cuando tenía 15 o 16 años esto comenzó a notarse. En ocasiones callaba en las noches bohemias porque simplemente era malo cantando, o porque la mayoría de las veces desconocía totalmente las letras de la música vernácula (ranchera pues).

 Llevé a mis amigos a ver los conciertos de Alberto Cortez y luego los invitaba a sentarse con él a la mesa pues era amigo de mis padres y nos convertíamos en espectadores de un nuevo espectáculo: el de la conversación adulta e inteligente.

Para las Navidades o el Año Nuevo, la familia inmigrante solía reunirse con los amigos cultivados aquí en México y estoy seguro de que, escuchar las diferentes anécdotas de cada uno, los paisajes que allí se dibujaban y las risas que coronaban cada historia, la música que se escuchaba y que se bailaba, ver a papá en su faceta del  bailarín oficial de tango que se apropiaba de la pista, todo eso nos iba formando, nos convertía en lo que sea que llegamos a ser.

Sí, hoy nuestra ciudad ha cambiado, el perfil es mucho más amplio, seguimos recibiendo a esas nuevas personas que llegan con nuevas costumbres y es maravilloso ver cómo ríen a la mesa con su piel diferente, con sus ojos diferentes y sus acentos tan diversos. Mirar por la calle a parejas que evidentemente tienen diferente origen e imaginar lo que sucede cuando conversan o cuando salen a comer, saber que se adaptan, que se enriquecen y nos enriquecen a todos con sus aportaciones y a sus propias familias donde quiera que se encuentren al contarles lo que les sucede y aprenden en esta nueva tierra.

  La cultura va cambiando, cambia siempre, aún cuando el intercambio era entre personas del mismo país pero de diferentes regiones. La cultura es eso, un aprendizaje constante, todo lo que se instala entre un grupo de personas, nuevos rituales, nuevos ritmos, nuevos atavíos y a fin de cuentas todos somos humanos.

Texto publicado en Revista Cultural Alternativas 97. Historia de un corazón ‘albiverde’ 


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