Pintores cinematográficos 

León, Guanajuato

Cine y Escénicas

Pintores cinematográficos

Por Andrés Baldíos   14/03/18

Los parámetros y significados del color en el cine nunca son exactos. La aplicación de cada paleta de color es siempre adaptable a las circunstancias; después de todo, el cine es caleidoscópico. Pintar una serie de tomas no es simplemente rellenar espacios vacíos, como en un dibujo, sino ambientar el sentido de una escena

Muchos cineastas nos han mostrado, por ejemplo, que el azul no es necesariamente un color frío, pues su efecto cristalino y acuático puede aplicarse al amor, la ternura y la profundidad. Abdellatif Kechiche, uno de los grandes pintores del cine, denota el color azul como el referente del amor, la sexualidad y la identidad en Blue is the warmest color (2013), mientras que el Azul (1993) de Krzysztof Kieslowski muestra las inevitables conexiones humanas de su protagonista, por mucho que deseé apartarse de una vida que no le ha ofrecido más que pérdidas. Entre el amor y la pérdida, la profundidad y la banalidad, pareciera que no existen mejores tonos que los provenientes del azul.

Por otra parte, el rojo no es necesariamente violento, pues Dario Argento puede saturarnos de locura carmesí con sus pop vaudevilles de horror, la afamada In the mood for love (2000) de Wong Kar-wai, nos presenta una plenitud romántica que enternece a sobremanera, aún con los elegantes distanciamientos melosos que caracterizan el cine asiático. Esta historia de amor brinda nuevos significados a un color satanizado por las obviedades que le infligimos. Si el rojo puede equivaler a la sangre y sexualidad fetichista, también puede relacionarse al deseo del simplemente corresponder a un momento con la persona amada, aunque sea en intercambio de miradas en un ambiente silencioso.

Es inevitable que mencionemos a Wes Anderson, cuyas historias sumamente coloridas centran su gama en colores crema, contrastando perfectamente con las amarguras de sus protagonistas. Si bien las historias conmueven por su franqueza y empatía, sus personajes, por felices que sean, no son efusivos. En sus primeras cintas, Bottle Rocket (1996) y Rushmore (1998), su paleta de colores pareciera “limitada” en comparación a sus actualidades más despampanantes. Estos recursos de su cine independiente presentan una fuerte aproximación a la realidad, de esta forma, la identidad de los personajes y sus propios embrollos nos son completamente familiares. Todavía no llegamos a las dimensiones despampanantes de The Grand Budapest hotel (2014) o la gama de romance juvenil en Moonrise Kingdom (2012), por tanto, somos parte del encantamiento cotidiano antes que observadores de relatos casi fantásticos.

Terry Gilliam es otro de esos cineastas que, aun mostrando una variedad de imágenes y objetos abarrotados, presenta ambientaciones apagadas, imágenes toscas que no corresponden a una gama como es de esperarse en cualquier collage. Las portadas de Jabberwocky (1977), Time Bandits (1981) y Brazil (1985) no corresponden al contenido terroso de sus historias. ¡Ahí está la magia negra del cine! Los tonos de sus diversas suciedades hacen de sus relatos fantásticos una colección definitiva del género. Gilliam demuestra que la saturación no es necesariamente notable por sus colores, sino por sus formas.

Existen otras mezcolanzas que, en su objeto experimental, pueden llegar a grados de imposición. Ahí están cintas como Traffic (2000) de Steven Soderbergh, con una resolución efectista del significado literal y deliberado de los colores para cada historia que la compone. Este efecto plantea de tajo la perspectiva que el espectador deberá aplicar a cada caso, sin lugar a interpretaciones: el director impone un color para identificar la carga moral y psicológica de cada caso; construimos en automático lo que debemos sentir por los personajes, aunque brinde el efecto de una magistral división de historias que, finalmente, aporta a la deliberación de un tema pertinente en la sociedad.

Barry Lyndon (1975) contiene, quizás, la más congruente versatilidad de colores de cualquier cinta en el mundo. Cada toma es su propia artesanía, una pintura para la eternidad. Todos sus cuadros pintados a luz y movimiento, mezclan tonos que vibran acorde a la circunstancia: el pálido de las prendas de Lady Lyndon, así como las telas de su mansión y la hermosa fantasmagoría de su rostro, presentan la vulnerabilidad, una pureza demacrada por la propia obligación de ser pura dada su posición aristocrática. La luz de las velas provee el único tono posible, independientemente de la circunstancia: calidez, sustento, hogar, por mucho que este se encuenre destruido por conflictos de familia.

Por otro lado, la Mejor Película de 2015, Spotlight, abundan los blancos y colores crema. Uno podría adivinar que el efecto se debe a las oficinas y vestuarios del Boston Globe, pero en perspectiva cotidiana y practicidad fotográfica, realmente el blanco, lejos del puritanismo que solemos ver en otras cintas, corresponde más al profesionalismo periodístico, la transparencia informativa, la honestidad investigativa: colores apegados al papel de los diarios, tonos que pudiera tener un reportaje de no ser manifestado en palabras.

Los parámetros y significados del color en el cine nunca serán exactos. Sus interminables caleidoscopios podrán reestructurar cuantas historias proveen quienes tengan el grandísimo honor de hacer una película.

Texto publicado en la Revista Cultural Alternativas. Pintores cinematográficos: Las tonalidades de una escena.

Texto publicado en la Revista Cultural Alternativas. El color en el arte. 

 


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