Resplandor de una memoria en las Joyas 

León, Guanajuato

Cultura, Identidad y Patrimonio

Resplandor de una memoria en las Joyas

Por Pedro Mena Bermúdez   27/06/16

"Hace años que no imparto la clase de ética o lógica. Y son más años los que tengo sin instruir a un adulto en sus primeras letras. Extraño esto del magisterio, de alfabetizar a un grupo de señoras con poca voluntad de escuchar el orden de las vocales". Pedro Mena Bermúdez comparte su experiencia como profesor en las Joyas, uno de los ocho polígonos de pobreza localizados en la ciudad. 

 

Evoco con un suspiro histriónico ese pasado cuando sin esperar un saludo alguien me lo ofrece con una sonrisa aguda en su rostro. Me dice sin empacho ni arrogancia: “usted fue mi profe, el que me enseñó a leer. Mire, ya sé firmar mi hoja de citas del Seguro Popular”. Me rompo por dentro. Me falla la memoria para atinar con el nombre de esa persona. Le sonrió y agradezco el saludo. Posterior al cruce de manos, cada cual va por un camino diferente. Ella ingresa en la unidad médica, yo voy rumbo al mercado en busca de una papaya.

Hace tiempo que no me paro frente a un grupo de adultos ávidos de conocer cómo se sujeta una pluma, con qué mano, a qué altura, cómo usar el cuaderno de doble raya; ha tiempo que no me cimbra la ternura el ver cómo una anciana saca con esmero punta a su lápiz pequeño. Hace tiempo que no me sonrojo por preguntas incomodas sobre mi estatuto civil. Hace tiempo que no me ajetreo en el camión para llegar puntual a la clase. Ha pasado el tiempo, la memoria se resiste, pese a las fallas y poca precisión, a borrar aquellas experiencias como instructor de alfabetización en zonas marginales.

No me viene en gana hablar de lo efectivo u obsoleto de los programas de alfabetización. Me ha ganado el puño de alegrías que conservo de aquellos años. Una señora, la recuerdo bien, era alta y calzaba del once, se apoltronaba en la banca con esfuerzo sobrehumano. No se quejaba de que su cuerpo apenas tuviera cabida en ese cacharro de metal. Era dedicada, pulcra en sus tareas. La vi los primeros meses atenta a la clase. Luego ya no se presentó. Me daba por investigar sobre su paradero. Nadie me refería razón o motivo alguno. Ya casi al final del curso, la volví a ver, se paró en el umbral del aula, traía la cabeza caída, hundida entre los dos feroces montes de sus hombros. Le saludé y casi llora. “Dónde andaba”, le pregunté. Dijo que en su cama. Una fuerte depresión la había tumbado en colchón. El marido ya no respondía a las llamadas ni mandaba dinero. “No sé qué sea de él, me dijo, estoy triste no por falta de dinero, sino porque no sé sí está muerto o en prisión, es indocumentado. Pero ya estoy de vuelta, le voy a echar ganas…” y me pidió permiso de volver a ocupar su banca. Deploré en ese entonces no saber chistes, tener la cara tiesa como hueso de vaca, seguí la clase mientras ella pedía permiso de pasar a su vecina de fila….

También, en aquellos años, me decía la gente que no le importaba saber leer, que de nada servía escribir, que yo era un agente corrupto del gobierno. La gente me decía sin tapujos que le importaba una chingada la clase, que asistían a ella para que no se les retirara el apoyo económico del respectivo programa. Yo era muy joven entonces, anárquico, simpatizaba con las palabras de esos alumnos forzados. “Entonces no aprendamos nada, que todo se bote a la basura”, les decía. Y me miraban como animales asustados frente a una bota dispuesta a patearlos. “No se crea profe, usted no tiene nada que ver con estas cosas”, me decía la más joven de esas alumnas, sus niños, no recuerdo la cantidad de ellos, le hacían coro. También extraño eso. Daba las indicaciones para resolver una suma y los niños de las alumnas se peleaban en el salón de clases, casi todos traían rastros de mango en los cachetes, lodo en las manos, ganas de quemar el salón con unas velitas de la ya muy pasada temporada decembrina. Nadie quería aprender a leer y a escribir, querían que les enseñara cosas de la vida, de una vida que ni yo sabía vivir. Me tenían un respeto inmerecido, esa gente noble terminó con algo de destreza para leer y escribir, no por mis dotes de instructor, sino por su valentía de afrontar ese reto que les sacaba de su sórdida cotidianidad. Recuerdo a la persona que me dijo: “a mí sí me gusta la clase, no porque vaya a ser útil el que lea y escriba, me dedico a los quehaceres de la casa, pero me da pena no poder apoyar a mis niños en sus tareas, es por eso que no me he ido, porque quiero enseñar a mis hijos con el ejemplo”. Esas personas tenían un coraje ajeno a la ira visceral para quedarse en la clase, yo la hacía de profe duro, ellos no se arrugaban. A mí se me olvidaba actuar como gendarme cuando las abejas volaban cerca del escritorio, su panal estaba a escasos ochenta centímetros. “No más no se asuste profe y no le pican, deje que se acostumbren a usted y ya ni la harán de pedo”, decía un ‘don’ que prestaba su covacha como aula.

Recitaban las vocales la mayoría, otras hablaban de los dolores menstruales, de las propiedades del té de árnica. Cuando les decía que pusieran atención se partían de risa, esa risa tan cercana a la niñez, por su gracia, y por la falta de piezas dentales entre sus labios. Valgan estos recuerdos a tropel como un inmenso gesto de gratitud a esas personas de las Joyas que me toleraron en mis rusticas formas de instruirlos en sus primeras letras.

 

 


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