Grandes Cazuelas: cocina con derroche 

León, Guanajuato

Cultura, Identidad y Patrimonio

Grandes Cazuelas: cocina con derroche

Por María Luisa Vargas San José   28/04/16

Paellas, pozoles, estofados o moles; todos caben en grandes cazuelas que parecen no tener fondo, como el estómago de los comensales. Para María Luisa Vargas San José sólo existe un placer más grande que comer y es dar de comer a los que ama. En esta edición de ‘Agua a boca’, la escritora rinde homenaje a las ollas grandes y panzonas con espíritu comunitario

 

"Ama y cocina con absoluto derroche”: dice el Dalai Lama, uno de los sabios más alegres de los últimos tiempos. Y es que tanto para amar como para guisar, hay que tener muchas ganas de entregar sin avaricia todo lo que somos y todo lo que tenemos. Si cocinar me gusta, creo que me gusta aún más dar de comer, arrancar ronroneos de placer entre los que se sientan a nuestra mesa, sean pocos o muchos, aunque entre más vengan a comer, mejor.

La algarabía de una comida en grande, en día de asueto de preferencia, para que se extienda a los postres, el café y la sobremesa, es mi tónico preferido; por eso me gustan los guisotes, cocinados en ollas grandes, panzonas, en donde podemos armar un plato sustancioso que alcance para todos y aun sobre algo para el adorable comensal que se enamoró de él y pidió doblete, o por si inesperadamente llegan más amigos que embellecerán la abundancia y la prosperidad que entraña la celebración entre todos.

Por eso me gusta hacer paellas, pozoles, estofados o moles; grandes pavos rellenos, dorados lechoncillos, marmitas grandotas de fabada, carne en su jugo o bacalao a la veracruzana; Pucheros de mil verduras, con menudencias de pollo y garbanzos para los días de inviernos y gripas; festivos pasteles de chocolate, bizcochos redondos y esponjados, flanes y natillas con su perfume de vainilla. Grandes platos que tienen lo comunitario metido en el fondo de su alma.

Más hermosa que el fino platillo de restaurante, servido desde la cocina, con adornos preciosos, gotitas de aceite, ramitos de perejil, lluvia de ajonjolí, hojuelas de almendras y joyas de mil jaleas, es la cazuela de barro colorada y vivaz, que llega burbujeante al centro de la mesa y desde la que nos serviremos todos. Ollas en donde los sabores nacen, a partir de muchos ingredientes menores, prosaicos y humildes que jugando juntos se han transformado unos a otros. Platos sociales que no rechazan la naturaleza de cada integrante, con el individualismo de las clases altas, sino que aportan sencillamente lo que cada quien tiene para ofrecer al grupo.

Hace falta picar cebollas, ajos, jitomates asados, y muchas otras cosillas así para construir la base que dota de profundidad y que sustenta a estos platos. Es una labor minuciosa, pausada, no tiene nada del espectacular dramatismo de las parrilladas, tan públicas y ceremoniosas… Pelar, picar, freír, cocer, moler, requiere tiempo y nadie lo ve. Es parte del secreto. Y es en el interior del horno y de la cazuela tapada, en lo oscurito, en lo cerrado, en donde las maravillas suceden, y un montón de elementos se construyen como una sola cosa, distinta. Mayor que la suma de sus partes, más fuerte y mejor; como a veces, cuando tenemos mucha suerte, pasa en las mejores familias.

 

 


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