Es más, yo ni quería piñata 

León, Guanajuato

Cultura, Identidad y Patrimonio

Es más, yo ni quería piñata

Por María Luisa Vargas   16/12/14

En la sección Agua la Boca de diciembre en AlternativasMaría Luisa Vargas recuerda los sabores, colores y rituales de las tradicionales posadas y de uno de los elementos más significativos de la cultura popular mexicana: Las Piñatas. En la siguiente historia, la autora es protagonista del folclor decembrino

Me tocó nacer en pleno diciembre, así que mi cumpleaños se empataba con las posadas, siendo un combinado festivo no siempre afortunado. Los preparativos que mi madre hacía no me llamaban la atención, hasta que me llevaba a comprar mi piñata.

Podía escoger entre las que tenían forma de animales o las tradicionales estrellas multicolores, con su mechón de papel de china colgando de los picos, como el perfecto sombrero de dama medieval que después de acabada la fiesta pasaría meses debajo de mi cama, juntando pelusa entre mis zapatos.

Las piñatas de posada llevaban en su gorda panza de barro: cañas de azúcar cortadas al sesgo, con los extremos sellados con mugrita pegajosa; varias mandarinas ya flojitas; amarillos y perfumados limones reales bastante amargos; tejocotes -que siempre han sabido a rayos- jícamas enanas que se despanzurraban al caer al piso; naranjas, limas y montones de cacahuates y colaciones que rompen los dientes a los niños impacientes que insisten en morderlas para ver qué tienen en el centro. Yo se los puedo decir sin que se rompan nada: las colaciones tienen un cacahuate miserable, podrido y negruzco o un pedacito de cáscara de naranja con casi idéntico aspecto… no valen la pena, ni las recojan del suelo.

Durante los setenteros años de mi niñez, a las piñatas de cumpleaños las rellenábamos de chiclosos Kori, Palelocas, paletas de caramelo con chicle al centro, Tutsis de chocolate, Chupirules, chicles Motita o Topo Gigio, chiclosos Bocatti y chamoys Miguelito o Brinquitos. Si había sido un buen año, también poníamos juegos de matatena, silbatos, bebés de plástico, espanta-suegras, serpentinas, una buena bolsa de confeti y algunos globos.

Tanto las posadas como los cumpleaños, siempre han sido ideadas para salir bien y quedar mejor, pero vistas desde la lejanía, la suma de las desgracias siempre ha sido más memorable y por supuesto, más divertida.

Estaba el palazo de rigor, que casi siempre le tocaba al cumpleañero por andar de adelantado, un par de rodillas raspadas para cada invitado, con tepalcate enterrado o sin él y chipotes a granel, provocados por los mismos malignos tepalcates. Nunca faltó el gordito que se tiraba como rana encima de los dulces, y ahí se estaba gritándole a su mamá hasta que le trajeran una bolsa para poder hacerse con su tesoro. No contaba con esa justicia poética que ahora se llama karma, pues en cuanto se incorporaba, un millón de manos anónimas lo despojaban de su mal habida riqueza. Entonces empezaba la campal, hasta que llegaban las madres entrenadísimas en el marcial arte de los pellizcos y los cocolazos, sacando de la patilla a más de un guerrero desde el fondo de la pila de cuerpos hechos bolita sobre sus caramelos.

A todo esto, tanto el cumpleañero como varios de sus socios, terminaban siempre llorando por múltiples razones: porque la piñata tenía puros tejocotes; porque le poncharon el balón que le acababan de regalar; porque los “amiguitos” le desgraciaron los juguetes nuevos que prestó para no ser díscolo o porque ya llegó la tía que le pellizca los cachetes, le soba la cabeza, le pinta el beso en donde caiga, y luego le suelta entre los brazos un abrigo gigante para largarse libremente por su Cuba…

A las cumpleañeras como yo nos solían estresar cosas como haber sido  peinadas de coleta de caballo, tan restirada que además de traer los ojos jalados, siempre se podía encontrar gajos del limón con el que nos habían engomado. Además, el vestido nuevo y los zapatos de charol de los que “rechinaban” eran galas tan almidonadas que no nos dejaban aventarnos a gusto al remolino bajo la piñata, o correr sin ampollarnos los talones al jugar a “la trais”.

Pero lo peor de todo era que, habiendo invitado a las amigas más “tiquis” o al guaperas del salón que tanto nos gustaba, nunca faltó ni faltará el adulto super chistoso que empiece a cantar a grito pelado aquello de ¡la piñata tiene caca…!

 

 

 


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