Elogio del verano (y del aburrimiento) 

León, Guanajuato

Ciencia, Educación y Tecnología

Elogio del verano (y del aburrimiento)

Por Lola Horner   20/08/14

Durante el verano el tiempo transcurre de otro modo. En lugar de andar a cuatro patas, cansino, con pasos marciales y herrados cual caballo de batalla, interrumpido de tanto en tanto por el despertador y las benditas obligaciones, le salen aletas y se desliza, moroso, enorme ajolote acuático sumergido en el territorio del ocio y el sol

El tiempo se vuelve elástico, plagado de recuerdos infantiles, de cuando las vacaciones duraban semanas interminables que hoy se han vuelto mitológicas, encadenados como estamos al escritorio y los horarios de oficina. Tiempo de paletas heladas que se derriten, de pasos brincones, de dibujar con gises coloridos en las banquetas. Tiempo de quedarse encerrado fuera de casa, jugando en el jardín mientras mamá trapea los pisos y fabrica un agua de limón que no hemos vuelto a probar desde entonces.

Cada verano me encontraba con la misma dulce paradoja: anhelaba las vacaciones, planeaba lo que se suponía que iba a hacer con ellas, e inevitablemente llegaba siempre al mismo punto. A las dos semanas me aburría como una ostra, y todavía me faltaban otras dos.

Antes de los cursos de actividades extras y las clases de refuerzo, e incluso antes de que los adultos impusieran un programa pedagógico festivo en forma de fichas de repaso y lectura en voz alta sobre los niños a su cargo, algunos tuvimos el privilegio de aprender a aburrirnos. Claro que en aquel entonces no lo vivíamos como un privilegio, ni siquiera como una emoción apetecible. Le buscabas todas las patas a las moscas de la pared, recolectabas cincuenta y seis arañas patonas en una bolsita roja, te le quedabas mirando al cielo como si pudieras robarte las nubes. Si te veían ociosa, iban a pedirte que cumplieras con las tareas del verano, que son las peores de todas las tareas domésticas en la historia: monótonas, cansadas e inútiles. Antes que ordenar el cajón de los suéteres que no vas a usar en tres meses mejor aprender a contar las nubes de una por una.

El aburrimiento se esponjaba desde el estómago y terminaba por nublar la cabeza. Era como tener las ideas de corcho. Nada ocurría ni se me ocurría que pudiera ocurrirme nada. Los juguetes eran de pronto insuficientes; el jardín, un pobre amasijo de matorrales arrasados por el calor; mi hermano, un monstrenco incompatible con mis ganas de que me obedecieran en todos los juegos. Los estímulos se desdibujaban, el tiempo se volvía más largo, el berrinche amenazaba con estallar en cualquier momento, pero ni ganas tenía de hacer berrinche con treinta y ocho grados de calor a la sombra.

El silencio de las nubes no era oscuro sino luminoso como el sol tras los párpados cerrados. El aburrimiento pesaba. La idea nacía pequeñita, se deslizaba furtivamente entre la rabia del berrinche y todo el corcho mojado que me empapaba las neuronas. Entonces tomaba forma la mejor competencia de pasteles de lodo de la cuadra, o el cuento de una princesa que se mudó de castillo 585 veces hasta que encontró uno con dragón incluido. Entonces el monstrenco de mi hermano era otra vez un hechicero con reputación infalible o un ogro escondido bajo las ramas de la higuera, dispuesto a exigir tributo por el libre paso a través de aquellos matorrales que de pronto brillaban con destellos fosforescentes.

Estoy segura de que el verano sigue siendo un ajolote que se desliza holgazán. Ojalá que todos los niños tengan la oportunidad de aburrirse, y verlo así, por un instante, a los ojos. 

 

 


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