Los fogones de Dios: sabores del convento 

León, Guanajuato

Cultura, Identidad y Patrimonio

Los fogones de Dios: sabores del convento

Por María Luisa Vargas   22/05/14

Tres años después del banquete con el que Hernán Cortés celebró la caída de Tenochtitlán llegaron los frailes a Nueva España. En 1524 los Franciscanos; luego los los   Agustinos y Dominicos. Y comenzaron a construir conventos que, a la usanza medieval, poseían un huerto tan grande como la comunidad a la que debían de alimentar.

 

Los conventos femeninos podían tener celdas con cocina para las monjas de mayor linaje, o cocinas comunes cuando la regla prescribía la vida y la alimentación colectiva. Las cocinas conventuales en la Nueva España se convirtieron en espaciosos recintos de techos altos y grandes ventanas que llenaron de luz el atareado corazón del edificio monacal, generalmente situado a un lado del comedor.

Algunas veces, en el interior del muro que dividía una estancia de la otra, podía circular el agua que venía del pozo al jardín y que caía después a una fuente, enfriando el lugar en el que se podían almacenar frutas y verduras por largo tiempo.

Los laboratorios de la alquimia conventual eran jolgorientas cocinas que, recubiertas con mosaicos de Talavera, albergaban fogones y hornillas empotrados en sus paredes interiores, de las que colgaban con orgullo de campeones cazuelas de cobre, ollas de barro, cucharas de madera y estaño, jícaras, tecomates, jarritos, metates y molcajetes dispuestos con la disciplina de una orquesta. Listos para el concierto de cada día, que comenzaba al alba y crecía en sabrosura e intensidad hasta bien entrada la tarde, para recobrar la serenidad tras la cena. Las monjas trabajaban hombro a hombro con las cocineras mexicanas.

“El intercambio de maneras de guisar, de tonos e ingredientes dio lugar a una cocina en la que los pucheros contuvieron, además de las hortalizas europeas, las calabazas, chayote, papa o el camote de estas tierras; los moles -molli- o salsas indígenas aceptaron pimienta negra, clavo y otras especias de las indias orientales”. (Buenrostro & Barros, 2001).

Jamones y tocinos se usaban con frecuencia, al igual que los chiles, frijoles, tomates, pepitas de calabaza, nopales, maíz y camote, mano a mano con zanahorias, acelgas, lentejas, habas, ajonjolí, queso y manteca. Frutas como el tamarindo o la piña preparaban a los paladares atrevidos para la experimentación con los sabores agridulces que tan bien se llevan con el cerdo y el cordero.

En los conventos podía haber tamales de almendra y buñuelos navideños elaborados con pulque o tequesquite para laudar la masa. Una receta especial de chocolate para halagar a los altos funcionarios, a las damas de la corte y al señor obispo contenía cacao de Guatemala, achiote, chile ancho, azúcar y canela, además de unas cuantas hojas de naranja para perfumar la espumosa delicia colonial.

Los ‘Pastelitos de Santa Isabel’ contenían maíz nixtamalizado seco, manteca derretida, huevos y azafrán y estaban rellenos con exquisitos picadillos. Pero la mayor contribución de los conventos a la cocina mexicana estuvo en la creación de un catálogo inmenso de dulces y postres a cual más creativo y sensual. Con la venta de estas delicias los conventos pudieron sufragar los gastos. Artemio del Valle Arizpe, cronista de los placeres de la boca, recuerda aquellos dulces que salían del convento como un ejército de ángeles.

“Sus dulces son una pura maravilla, la cima y el emporio del convento, sus alfajores, de tradición morisca, sus melindres y susamieles; sus yemitas acarameladas entre picados papelillos de diferente color, semejan extrañas flores, sus huevitos de faltriquera, sus alfeñiques, sus leves aleluyas, sus canelones de acitrón, sus tiranas de calabaza, sus refulgentes picones de camote con piña y almendra, de camote con naranja o camote con chabacano, sus sonrosadas panochitas de piñón, ligero rubor hecho dulce y sus eximios peteretes, sus mantecadas, y su gorja de ángeles y sus tortas pascuales y las empapeladas ya con barrocos dibujos de canela que exceden a todo gusto y a todo aroma”.

La dulcería fue una extraordinaria expresión del barroco mexicano. Su obsesión por la forma, la exaltación de los sentidos y la vitalidad con la que se trabajaron las técnicas y los ingredientes recuerdan el retablo de un altar recamado de oro, brillante y oscuro al mismo tiempo, imponente, abigarrado, y aun así, perfectamente armónico.

Un mundo secreto y escondido, mágico y sensual que dentro del convento desarrolla un amor casto y obediente, pero que al mismo tiempo alimenta una carnalidad sin límites en esa exploración del placer sutil instalado en pequeños caprichos de colores y formas inocentes.

 

 

 


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